Thursday, July 13, 2006

NEOMACHISMO

Buenos Aires-Argentina, 08 Febrero 2002
Una suave violencia

Quizás la mayor deuda que tenemos con Pierre Bourdieu -quien falleció hace
unos días-es el de haber "reautorizado" desde las cúpulas intelectuales el
debate en torno al feminismo. El siguiente texto pertenece a su libro La
dominación masculina.


Por Pierre Bourdieu



Los dominantes tienden siempre a sobreestimar las conquistas de los
dominados, y a atribuirse el mérito por ellas, aunque les hayan sido
arrebatadas. hoy, el neomachismo sobreestima las transformaciones de la
condición femenina y subestima lo que sigue igual; puede incluso utilizar
los cambios para reforzar lo que se mantiene constante, haciendo por ejemplo
de la liberación sexual un argumento o un instrumento de seducción
imperativa (a veces se apela al psicoanálisis para imputar a la
civilización, sin más detalles, la represión de un deseo presuntamente
innato y universal de placer la desexualización de las mujeres, es decir, la
pasividad y la frigidez de las que habría que liberarlas). Y los
intelectuales, tan dados a verse como liberadores, no son los últimos a la
hora de poner las ideologías de la liberación al servicio de nuevas formas
de dominación.

Pienso por ejemplo en el esteticismo de la transgresión de los Bataille,
Klossovski, Robbe-Grillet o Sollers que, aunque se viva como subversión
radical de la cultura dominante, no hace más que reproducir, gracias a la
irrealidad y la irresponsabilidad garantizadas por la ficción literaria, los
fantasmas masculinos de omnipotencia que se afirman con creces en el control
total sobre cuerpos femeninos pasivos. Y sorprendería sin duda, saber todos
los casos en los que la violencia de la arbitrariedad burocrática permiten
que esos fantasmas se cuelen en lo real.



Relación entre los sexos

Dicho esto, ¿qué hay de cierto en ese cambio de relación entre los sexos? No
cabe duda de que la dominación masculina ya no se impone con la evidencia de
lo que se da por supuesto. Es algo que hay que defender o justificar, algo
de lo que hay que defenderse o justificarse. Eso que se llama la liberación
de la mujer, de lo que la liberación sexual no es sino el aspecto más
patente, ha tenido sin duda profundas repercusiones en el ámbito de las
representaciones. Y el cuestionamiento de la evidencia corre parejo con las
profundas transformaciones que ha conocido la condición femenina a través,
por ejemplo, del incremento del acceso a la enseñanza secundaria y superior,
al trabajo remunerado y, por tanto, a la esfera pública, y también del
distanciamiento con respecto a las tareas de reproducción, que se manifiesta
sobre todo en el aplazamiento de la edad de fecundación y la reducción de la
interrupción de la actividad profesional con ocasión del nacimiento de un
hijo.

Pero estos cambios visibles ocultan lo que permanece, tanto en las
estructuras como en la representación. Así, es cierto que la mujer cuenta
con una imagen cada vez más fuerte en la función pública, pero siempre se le
reservan los puestos más bajos y más precarios (son especialmente numerosas
entre los no titulares y los agentes a tiempo parcial), y en la
administración local por ejemplo, se les asignan puestos subalternos y
domésticos de asistencia y cuidados; en circunstancias por lo demás
idénticas, obtienen casi siempre, y en todos los niveles de la jerarquía,
puestos y salarios inferiores a los de los hombres. Los puestos
dominantes -y cada vez son más las mujeres que los ocupan- se sitúan
básicamente en las regiones dominadas del ámbito del poder, es decir, en el
campo de la producción la circulación de productos simbólicos (como la
edición, el periodismo, los medios de comunicación, la enseñanza, etc.),
pero lo más importante es que una revolución simbólica, para triunfar, debe
transformar las interpretaciones del mundo, es decir, los principios
segúnlos cuales se ve y se divide el mundo natural y el mundo social, y que,
inscriptos en forma de disposiciones corporales muy poderosas, permanecen
inaccesibles al influjo de la conciencia y de la argumentación racional. Los
estudios muestran que el punto de vista masculino sigue imponiéndose en las
imágenes (aunque los jóvenes se declaren menos sexistas que los adultos) y
sobre todo en la práctica: prueba de ello es, por ejemplo, el hecho de que
se mantenga en las parejas la diferencia de edad en favor del hombre.

La división tradicional de las tareas se actualiza a cada instante, porque
está inscripta en las disposiciones inconscientes de los hombres y también
de las mujeres, Así, en la televisión, las mujeres están casi siempre
confinadas a papeles menores, que son otras tantas variantes de la función
de anfitriona, tradicionalmente otorgada al sexo débil; cuando no están
flanqueadas por un hombre, que les sirve de valedor y que juega a menudo,
mediante bromas y alusiones más o menos fundadas, con todas las ambigüedades
inscritas en la relación de la pareja, les cuesta imponerse, e imponer su
palabra, y se ven confinadas a un papel convenido de animadora o de
presentadora. Cuando participan en un debate tienen que luchar
constantemente para que se les ceda la palabra y para retener la atención, y
la discriminación que padecen es tanto más implacable por no estar inspirada
en ninguna mala voluntad explícita, y porque se ejerce con la perfecta
inocencia de la inconciencia.

Se las condena poco a poco, con esa especie de negación de la existencia, a
recurrir, para imponerse, a las armas de los débiles, que refuerzan los
estereotipos: el estallido abocado a aparecer como capricho injustificado o
exhibición histérica, la seducción que, en la medida en que se basa en una
forma de reconocimiento de la dominación, está hecha para reforzar la
relación establecida de dominación simbólica. Y habría que enumerar todos
los casos en los que los hombres mejor intencionados, (la violencia
simbólica, precisamente, no opera al nivel de las intenciones conscientes)
cometen actos discriminatorios que excluyen a las mujeres, sin planteárselo
siquiera, de los puestos de autoridad, reduciendo sus reivindicaciones a
caprichos, sancionables con una palabra de apaciguamiento o una palmadita en
la mejilla, etc.; tantas opciones infinitesimales del subconsciente que, al
acumularse, generan esa situación profundamente injusta a la que las mujeres
se ven por lo general reducidas, y de la que dejan constancia periódica las
estadísticas relativas a la representación femenina en los puestos de poder,
sobre todo político.

Esta discriminación suave, invisible, imperceptible, sólo es posible con la
complicidad de las mujeres, también inconsciente y forzada. La dominación
masculina se encuentra con una sumisión tanto más difícil de destruir con
las meras armas de la conciencia cuanto que está inscrita en los pliegues
del cuerpo. Aun a riesgo de parecer exagerado, y para hacer comprender y
sentir cosas cuya propia evidencia oculta, me gustaría evocar los
testimonios de esos hombres que han descubierto, a través de padecimientos
de torturas destinadas a feminizarlos sobre todo mediante la humillación
sexual.

La dominación masculina, que hace de la mujer un objeto simbólico, cuyo ser
es un ser percibido tiene el efecto de colocar a las mujeres en un estado
permanente de inseguridad corporal, o, mejor dicho, de alienación simbólica.
Dotados de un ser que es una apariencia, están tácitamente conminadas a
manifestar, por su manera de llevar su cuerpo y de presentarlo, una especie
de disponibilidad (sexuada y eventualmente sexual) con respecto a los
hombres. Prueba en contra de la veracidad de este análisis, obviamente
expuesto a parecer excesivo, es la transformación de la experiencia
subjetiva y objetiva del cuerpo que determina en las mujeres la práctica
intensiva de un deporte: desde el punto de vista de la mujer, el deporte
modifica profundamente la relación con el propio cuerpo que, al dejar de
existir sólo para otro o para elespejo (instrumento que permite no tanto
verse, como se cree, sino intentar ver cómo lo ven a uno) deja de ser cuerpo
para sí, cuerpo pasivo sobre el que se actúa, para ser cuerpo activo y
actuante; desde el punto de vista masculino, aquellas que, al romper la
relación tácita de disponibilidad se apropian en cierto modo de su imagen
corporal, son percibidas como no femeninas, incluso como lesbianas.

Seducción del poder

Baste con indicar que la seducción que ejercen los poderosos, y el poder, no
tiene su principio en alguna clase de perversión deliberada de la
conciencia, sino en la sumisión que han inscrito en los cuerpos -bajo la
forma de disposiciones inconscientes- todas las exhortaciones silenciosas
del orden social, como orden masculino. Eso es lo que hace que la revolución
simbólica invocada por el movimiento feminista no pueda reducirse a una
conversión de las conciencias. Precisamente porque el fundamento de la
violencia simbólica no reside en unas conciencias engañadas a las que
bastaría con ilustrar, sino en disposiciones que se ajustan a las
estructuras de dominación de las que son producto, no puede esperarse una
ruptura de la relación de complicidad que la víctima de la dominación
simbólica concede al dominante, más que a través de una transformación
radical de las condiciones sociales de producción de esas disposiciones, que
inducen a los dominados a adoptar respecto a los dominantes, y respecto a sí
mismos un punto de vista que no es otro que el de los dominantes.

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Paula M. Maciel de Balbinder.
Psicóloga.
myb@sinectis.com.ar.
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